Escribir,su dimensión psicológica. La teología de la sintaxis
La actitud de escribir. El que escribe plasma en su obra una dimensión psicológica, un sujeto como entidad psíquica imaginaria, una dimensión ontológica del mismo, un sujeto como ficción temporal y gramatical, y finalmente una dimensión ética, en que el sujeto se presenta como un todo, su dimensión psicológica no es un todo sin fisuras, en ella existen fisuras abiertas en la unidad del sujeto que escribe.
Resultantes del conflicto entre él YO activo el YO pasivo y su relación fuera del pero dentro de sí, con el objeto, que transciende en la conjugación refleja de un mío posesivo. Encontramos y establecemos una dialéctica entre el YO y el otro YO como que difuminada, una especie de combate entre yo y la máscara.
Esta perspectiva conduce a una concepción del mundo psíquico como oposición y al mismo tiempo complementariedad entre lo público y el privado, el exterior y el interior, en algunos casos la distancia entre ellos es casi inexistente y se da un acoplamiento entre ambos.
El otro no es la fase aparente del YO ni un desvío del mismo, pero el momento más íntimo del mismo marcando la subjetividad como una conciencia interior.
Resultando el otro en una tentativa de afirmación del YO en la presencia del otro que es tan solamente la manifestación de la condición de ser singular, y de la incapacidad de decir o escribir el universal, todo el que dice que es un todo acercándose al ser absoluto miente, este ser incompleto finito es resultado de un concepto que espera ser realizado, un YO que espera venir a ser. Lo que mantiene muchas veces la unidad del escritor es el sentimiento de una insistencia angustiada y ansiosa, él se siente como parte suspensa de un gesto de proyección de sí mismo, el hilo que une los distintos fragmentos de este ser es una voluntad religiosa es la unión por el absoluto. Aquí nos adentramos en la dimensión ontológica e introducimos dos factores, el tiempo y el lenguaje. El tiempo se organiza en función de un presente como un punto fijo que delimita todo lo que está antes de sí como pasado y todo lo que viene después como futuro. Una formulación del tiempo que conocemos desde Aristóteles hasta Heidegger que finalmente la pone en causa. Para este el concepto de tiempo es algo que se fundamenta en una unidad más densa que constituye el propio avanzar silencioso del ser.
Aún en el presente se vive el pasado como un tiempo que ya no está presente, este se vive en el mismo presente como si al SER se le transportara en el tiempo, un concepto en progresión. No podemos atribuir este concepto a ninguna de las tres dimensiones del tiempo, ni a la que nos parece más evidente en este raciocinio, o sea el presente. Todo por lo contrario la unidad de las tres dimensiones temporales existe en cada una de ellas y se mueven entre las mismas. De este modo el lugar del sujeto que resulta de la intersección del pasado y del futuro o sea de la estabilidad del presente está envuelto en esta dimensión superior y anterior a las tres dimensiones temporales y se encuentra diluido en el avanzar del SER ( en su progresión, igual que el tiempo) la promiscuidad de los tiempos resulta de que podemos verificar que el presente no es un lugar fijo pero si casi una mitología del presente, que sólo existe en el enunciado del discurso, resulta que el sujeto procura asegurar su estabilidad en el tiempo por una referencia al presente. Mantenemos la idea de que el pasado es necesariamente imperfecto, esta misma idea converge con la idea de que es un ser incompleto en el pasado, lo que nos hace pasar al dominio de la moral.
El presente es el punto de intersección entre el pasado y el futuro y el futuro se nos presenta siempre como una perfección imaginaria, en un análisis teológico el presente es el singular el mal que es necesario destruir para aceptar la orden divina que todo engloba del SER de Dios. Es una ilusión suponer que el sujeto elabora su pasado, porque es tan solamente tiempo muerto del ser, el hombre se define entonces como un discurso del modo infinito, el hombre es existir, respirar, siempre en modo infinito, matar a Dios gramaticalmente implicaría la muerte gramatical del modo infinito.
Es aquí que saltamos a la dimensión ética, el hombre frente al absoluto, el deber del hombre renunciando a la ilusión de su plenitud y que se asume como un momento de corta duración, una centella resultante de la iluminación de un ser infinito, existir seria entonces abrir un vacío, y ser una concavidad expectante del momento en que recibe la iluminación en toda su complejidad de un ente superior. Esta redefinición del hombre que se descalifica como agente activo en la historia, como quien olvida su capacidad de decidir resume la diferencia entre “yo me escribo” e “yo escribo” acentuando lo verbal del verbo, a las frases y su sintaxis las convierten en frases orientadas para el agente del discurso y no en frases orientadas para un proceso de escribir. En este ámbito teológico de la escrita, Dios se revela como posibilidad infinita de ser, el amor que os une es la abertura del ser al hombre y del hombre al ser. Este proceso de la escrita (“yo me escribo” “yo escribo”) y su formulación en el tiempo marca la diferencia entre el discurso finito e infinito y las distintas representaciones del mundo, en la presencia y ausencia de Dios.
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